FECHA: Abril de 2017
PÁGINAS: 10
Tom Wolfe describía así a los trabajadores estadounidenses por cuenta propia del año 2000:
“El típico electricista, técnico en aparatos de aire acondicionado o reparador de alarmas antirrobo llevaba una vida tal que habría asombrado al propio Rey Sol. Pasaba las vacaciones en Puerto Vallarta, Barbados o Saint Kitts-Nevis. Antes de la cena, salía a la terraza de un hotel de lujo con su tercera esposa, ataviado con una camisa hawaiana abierta hasta el ombligo para permitir que sus cadenas de oro tintinearan sobre el velludo pecho. Los dos pedían agua con gas Quibel, procedente del estado de West Virginia, puesto que las marcas Perrier o San Pellegrino les parecían demasiado vulgares.”
Otros miembros de los estratos bajos de la sociedad estadounidense con ese estilo de vida —podríamos agregar nosotros—, eran los obreros de las fábricas de la era industrial del Siglo XX a las que no habían llegado todavía los efectos tectónicos de la globalización y la automatización los que, pasados unos años, las convertirían en chatarra dejando a sus trabajadores, hasta entonces con empleos seguros y bien remunerados, poco menos que en la calle. Detroit es un ejemplo paradigmático.
Esos trabajadores, que sin duda eran los mejores del mundo en lo que hacían, no estaban preparados sin embargo para la nueva era industrial basada en el conocimiento que nacía en Estados Unidos y que se expandía por el mundo a velocidad de vértigo. Por decirlo de alguna forma, quedaron al margen de la Historia. Y eran millones. Los empleos que los sustentaban se esfumaron.
Esta situación, según un estudio del Premio Nobel de Economía Angus Deaton y Anne Case, su esposa, del que nos hemos enterado por un artículo de Moisés Naím, ha provocado un fenómeno estremecedor: la mortalidad en Estados Unidos está aumentando entre los hombres blancos de mediana edad y con menor educación, las principales víctimas del cambio estructural de la economía en el Siglo XXI.
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